XIX

El 1 de octubre de 1932 fue domingo. En el aeródromo de Potsdam se levantaba una auténtica ciudad de lona. 50.000 muchachos y muchachas podían encontrar allá acomodo.

¿Pero acudirían? Al mediodía, Hitler me llamó a nuestra oficina de Potsdam. Estaba en Berlín, en casa del doctor Goebbels, en la Kaiserdamm.

—¿Qué aspecto tiene eso, Schirach? — me preguntó.

A pesar de mi buena voluntad no me resultó posible darle una respuesta precisa. Estaba anunciada la llegada a la estación de Potsdam de unos cuantos trenes especiales de las Juventudes Hitlerianas, que irían haciendo su entrada en el transcurso de la tarde. Pero la mayoría de los asistentes llegarían en camiones y no tenía la menor idea de cuál podía ser su cifra exacta.

Se habían presentado, además, algunas dificultades. Desde Munich me había avisado mi suegro, Heinrich Hoffmann, que las autoridades escolares habían prohibido que se hicieran novillos para asistir al congreso juvenil. La policía había detenido los camiones y hecho descender a los escolares. El Gobierno de Sajonia había prohibido sin previo aviso el desplazamiento de efectivos juveniles uniformados. En el último minuto, todo podía venirse abajo. Hitler lo sabía, lógicamente, tan bien como yo. Me comunicó personalmente que experimentaba el máximo temor sobre el número de asistentes.

—Permaneceré aquí, en casa de Goebbels, hasta que me informe de que el estadio de Potsdam está lleno. De otra manera, no hablaré ni haré acto de presencia.

Al anochecer llegaron los trenes especiales completamente repletos. En las carreteras de acceso se agolpaban las columnas de camiones: altavoces, marchas, toques de trompeta, bandas... todo contribuía a formar un estrépito infernal. El encargado de la organización, Karl Nabersberg, pronto no supo dónde tenía la cabeza. Grupos cuya presencia no estaba prevista llegaban a la ciudad de lona, y otros, que habían avisado con anticipación, no encontraban lugar donde alojarse. Tuvieron que improvisarse lugares de recepción en salas de hospedajes, en naves de fábricas vacías y granjas de los alrededores. Para preparar las 40.000 comidas se recurrió a un menú un poco especial: salchicha de carnero con sémola. Y mientras seguían llegando los camiones y los trenes, comenzó la marcha para la concentración nocturna en el estadio.

Llamé a casa de Goebbels para transmitir a Hitler la seguridad en el éxito. Pero encontré a la señora Goebbels

sola.

—El Führer se ha marchado con mi marido — dijo —. Tiene que esperarles a las diez, en Michendorf, en la Leipziger Chaussee, para informarles si todo está dispuesto.

A las diez me encontraba en la Leipziger Chaussee. Desde lejos reconocí el coche de Hitler en el aluvión de las columnas que llegaban. El vehículo se detuvo y Hitler descendió.

—Hemos estado dando vueltas durante dos horas por las carreteras y visto tantos camiones con jóvenes que estamos seguros de su éxito, Schirach.

Me invitó a subir a su lado. Los últimos cien metros hasta el estadio tuvimos que hacerlos a marcha lentísima. A la entrada, el jefe de la organización, Nabersberg, nos comunicó que la policía había cerrado el estadio... por estar demasiado lleno. No se trataba de ninguna triquiñuela legal. Las tribunas y el espacio interior, que normalmente tenía una capacidad de 50.000 personas, estaba ocupado por 70.000 muchachos y muchachas. Y los camiones seguían llegando sin cesar.

Millares de antorchas brillaban en la noche. Las bandas de música de las H.J. interpretaban marchas y canciones de guerra, en tanto que resonaban los tambores y los pífanos.

Me dirigí al estrado de los oradores y levanté la mano. La música enmudeció y se hizo un absoluto silencio. Presenté a Hitler con unas breves palabras.

Dije así:

—Vuestra juventud, mi Führer, está presente para tributaros con esta concentración el homenaje de su fidelidad y fe, como hasta ahora juventud alguna había tributado a un ser humano.

Una estrepitosa ovación siguió. El estadio hervía cuando Hitler se adelantó desde la oscuridad al resplandor de los proyectores que iluminaban la tribuna. Por vez primera comprobé lo intensa y sostenida que puede ser la ovación de setenta mil jóvenes. Las lágrimas asomaron a los ojos de Hitler, emocionado por la sensación experimentada en aquel momento y que posteriormente se haría ya habitual para él.

Yo creía en Hitler desde el momento mismo que le conocí, a mis diecisiete años. En los ocho transcurridos desde entonces había aprendido a admirarle. Como muchos que le conocían próximamente, veía en él a un hombre fundamentalmente bueno que tenía que forzarse a la dureza pues de otra manera no hubiera podido llevar a cabo su sobrehumana tarea. Este Hitler, tal como yo lo veía, fue el que presenté una y otra vez a la juventud con fervorosas palabras. Puede decirse así que contribuí, por íntima y profunda convicción, a forjar aquel mito del Führer, que el pueblo alemán se mostraba asimismo tan propicio a recibir. Esta veneración ilimitada y casi religiosa, a la

que yo contribuí al igual que Goebbels, Goering, Hess, Ley y tantos otros, afianzó en el propio Hitler la convicción de que estaba en íntima comunión con la Providencia.

Las causas de la catástrofe alemana no hay que buscarlas solamente en lo que Hitler hizo de nosotros, sino también en lo que nosotros hicimos de él. Hitler no vino de afuera; no fue tampoco, como muchos creen hoy de él, una bestia demoníaca que se hizo con el poder. Fue el hombre a quien el propio pueblo alemán quiso y a quien hicimos todos, mediante una desmesurada veneración, dueño y señor de nuestro destino. Pues sólo puede dar un Hitler el pueblo que tiene el deseo y la voluntad de poseer un Hitler. Es entre nosotros, los alemanes, una especie de destino colectivo, prodigar a gentes con unas cualidades extraordinarias — y nadie puede discutírselas a Hitler — una veneración extralimitada que termina por sugerirles la noción de lo sobrehumano y la absoluta infalibilidad...

Durante siete horas y media desfiló ante Hitler la juventud aquel 2 de octubre de 1932. Más de cien mil muchachos y muchachas habían acudido a Potsdam; es decir, un número tres veces superior al que constaba en los registros de nuestros miembros. La prensa enemiga escribió a la mañana siguiente acusaciones contra aquella "cruzada infantil" y nos informó sobre la cantidad de muchachitos que se habían desmayado de agotamiento, los muchos que se quedaron sin comida y el descuido en que se habían tenido las normas sanitarias en la concentración.

Antes, el propio Hitler se mostraba bastante sensible a semejantes críticas; pero en esta ocasión se limitó a rechazarlas con una sonrisa mientras me decía:

—Esta marcha de la juventud a las puertas de Berlin ha significado el golpe de muerte para el gobierno Von Papen.

Tras la disolución del parlamento impotente, el 6 de noviembre de 1932 se acudió de nuevo a las urnas y los nacionalsocialistas perdieron dos millones de votos de los catorce que tenían. Había llegado el momento de conquistar el poder. De todos modos, seguíamos siendo el partido más fuerte. Pero el sucesor de Von Papen en la cancillería no fue Hitler, sino el hasta entonces ministro de la Reichswehr, general Von Schleicher. Esto hizo que muchos profetas políticos comenzaran a calificar a Hitler como hombre muerto.

En tan crítica situación me llegó una llamada desde Berlín, concretamente desde el hotel "Kaiserhof'. El ayudante de Hitler estaba al aparato.

—Venga inmediatamente a Berlín. Hitler le necesita con urgencia.

No me hizo gracia la llamada. Tenía preparada la participación en dos o tres reuniones. Quería aprovechar el éxito de Potsdam y ganar a la juventud entera para nuestra organización. Pero Hitler estaba antes en el orden de preferencias.

Cuando entré en el "Kaiserhof" le encontré tomando su té habitual en el rincón posterior, a la derecha, del vestíbulo. En la balaustrada, una orquesta de cuerda tocaba melodías vienesas. Todas las mesas próximas a Hitler estaban ocupadas, en su mayoría por viejas damas. El futuro "hombre fuerte", que esperaba en el "Kaiserhof" que el poder cayera en sus manos, se había convertido en una auténtica atracción del hotel que se levantaba simbólicamente ante la cancillería del Reich.

—Siento haberle apartado de su trabajo — me dijo Hitler como saludo —. Pero tengo que conceder entrevistas a dos periodistas americanos y Hanfstaengl está impedido.

Ernst Hanfstaengl, llamado "Putzi", se encargaba de la prensa extranjera. De origen medio americano, era el único entre los que habitualmente rodeaban a Hitler que dominaba idiomas extranjeros.

Los dos periodistas americanos a quienes hice de intérprete aquella noche en el hotel "Kaiserhof" formularon a Hitler las preguntas habituales y él les dio también las acostumbradas respuestas. Algo en este estilo:

Pregunta: "Hace usted unos discursos muy radicales, señor Hitler. ¿Derogará usted la Constitución de la República de Weimar cuando sea canciller del Reich?"

Respuesta: "También los candidatos a la presidencia hacen discursos demagógicos en su país. ¿Significa eso que alguno de ellos ha derogado la Constitución de los Estados Unidos de América?"

Era una respuesta completamente capciosa, pero los americanos parecieron satisfechos.

—¿No es un derroche de tiempo? — pregunté a Hitler —. Prácticamente, la entrevista ha sido idéntica. ¿Por qué no los ha despachado a ambos a la vez o les ha dado una conferencia de prensa?

Hitler se echó a reír.

—Cada uno de ellos me paga un dólar por palabra. Hacen así unos dos mil dólares por entrevista, es decir, unos cuatro mil dólares en total. Con ello financio mi estancia en Berlín y los desplazamientos. La caja del Partido no puede soportar tantos gastos.

A decir verdad, la caja del Partido estaba exhausta después de la campaña electoral. Por otra parte, comenzaba a dudarse de Hitler. 400.000 miembros de las S.A., la mitad de los cuales estaba sin trabajo y tenían que alojarse en los hogares y cuarteles de la organización, propugnaban una acción revolucionaria. Y el jefe de las organizaciones del Partido, Gregor Strasser, comenzaba a tratar, a espaldas de Hitler, con el canciller Von Schleicher. El movimiento corría el riesgo de desintegración, por lo que la situación exigía rápido contraataque:

viajes, discursos, concentraciones.

A ello contribuyó la elección para la asamblea del "Land" de Lippe-Detmold.

Estas elecciones, en uno de los más pequeños laender alemanes, hizo las veces de "test".

"En Lippe, en Lippe, todo está en la balanza" [37], rimó el Berliner Lokalanzeiger. Hitler, Goebbels, Ley, Frick y otros jerarcas habían hablado en Detmold, en Lemgo e incluso en los más pequeños pueblos. Resultado obtenido: el 17 por ciento de ventaja en los votos sobre los obtenidos en las elecciones para el Reichstag del pasado noviembre.

Resultaba en verdad, insólito que en semejantes circunstancias surtieran su efecto las circunstancias personales. Pero así fue. A pesar de la tensa espera de aquellos días, Hitler me había dispensado de acudir a las elecciones a causa de esperar mi mujer aquellos días nuestro primer hijo. A su entender, mi puesto estaba al lado de ella en tales instantes. Y por su parte, aprovechó la primera oportunidad de hallarse nuevamente en Munich para visitarla en la clínica.

A finales de enero de 1933 viajé en el expreso nocturno Munich-Berlín acompañando a Hitler. Llevaba un periódico en el bolsillo de su americana. Era el Berliner Tagebíatt del 23 de enero de 1933. Me lo tendió, señalando la primera página. Estaba subrayado un párrafo del editorial que firmaba Theodor Wolff, y leí lo siguiente:

"Cuando fueron conocidos en Nueva York los resultados electorales de Lippe, el papel alemán descendió en cuatro puntos. No porque con un desconocimiento de la geografía se considerara Lippe como una gran potencia, sino porque se prevén nuevas complicaciones en Alemania, y a la vista de los resultados de esta significativa consulta electoral, cada cual puede calcular lo que representan tales crisis para el crédito alemán en la actualidad y lo que le esperaría en el caso de que los nacionalsocialistas, sus inspiradores y asociados consiguieran obtener el triunfo en el juego."

Devolví el periódico a Hitler.

—Otra trampa judía — dijo Hitler.

—¿Qué solución tiene usted prevista para el problema judío cuando estemos en el poder? — pregunté.

Hitler hizo un gesto inconcreto con la mano.

—Ya veremos.

Para que no haya equívocos, añadiré que yo era entonces un antisemita convencido y que seguí siéndolo durante bastante tiempo. Tenía a la sazón veinticinco años y era jefe nacional de las juventudes de un partido en cuyo programa constaba: "Sólo puede ser ciudadano quien es camarada. Y sólo puede ser camarada quien tiene sangre alemana, independientemente de su confesión. Ningún judío puede ser, por tanto, camarada." La cruz gamada sobre el círculo blanco de nuestra bandera roja se había convertido desde hacía tiempo en símbolo del odio a los judíos. Y por doquier donde marchaban las S.A., resonaba el grito: "¡Despierta Alemania, muere Judá!"

Cuando hoy pienso en ello no puedo por menos que preguntarme: ¿qué razón tenía para odiar a los judíos?

A los diecisiete años había leído el libro de Henry Ford, El judío internacional, Los protocolos de los Sabios de Sión, El manual de la cuestión judía, de Fritsch, y Los fundamentos del siglo XIX, de Chamberlain, libro éste que tan profunda impresión había causado al emperador Guillermo; a ello hay que añadir el sentimiento antisemita que latía en el seno de determinada capa social; se contaban los usuales chistes sobre judíos, incluso por los mismos judíos, pero en realidad sólo se percibía una sensación de rechazo hacia los hebreos del Este. Los de origen europeo se habían asimilado muy pronto al resto de la población. En cuanto a una posible educación antisemita en el seno familiar, lo cierto es que había ocurrido todo lo contrario. Invitado frecuente en nuestra casa de Weimar era el consejero Sachs, del ministerio prusiano de Finanzas. Era judío. Mi madre pasaba cada año unas semanas en Berlín y se alojaba allá en casa del arquitecto Dernburg. También Dernburg era judío. Estas amistades de mis progenitores sabían que mi padre era miembro del N.S.D.A.P. y que yo era un "muchacho de Hitler".

Hitler, por su parte, odiaba a los judíos. Como el historiador Momsen, a quien tanto admiraba, veía en ellos un "fermento de descomposición", un elemento desintegrador de los pueblos, y sabía transmitir esta convicción, que muchas veces se reveló propagandísticamente negativa, a las masas que le escuchaban.

Pero con todo, muy pocas personas poseían en Alemania suficiente fantasía para pensar en llevar a término el grito de guerra "¡Muerte a Judá!". Éramos entonces muchos los que no pensábamos siquiera en la posibilidad de hacer realidad semejante final. Hitler volvió a tomar la palabra:

—Caen en una deducción primaria quienes creen que voy a expulsar a todos los judíos. No les quiero en los puestos estatales. Que se queden con sus negocios y sus empresas. Pero deben desaparecer de la política y la justicia.

—¿Y nuestro programa? — pregunté —. ¿Podrán los judíos seguir siendo ciudadanos?

—Ya se verá. No piense demasiado en ello. Antes que atenernos estrictamente a un programa tenemos que conquistar el poder.

Pocos días más tarde el poder estaba ya conquistado. El 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller del Reich.

Hoy sabemos que todo se desarrolló de diferente manera. De una manera mucho más terrible que lo que dejaba intuir el programa del Partido.